¿Cuántas decisiones tomamos a lo largo de nuestra vida? Desde niños elegimos, vamos tomando diferentes caminos que más simples o con dificultades nos hacen únicos. Y como el filósofo Jean Paul Sartre[1] decía, estamos condenados a ser libres. Y sí, es una condena, porque cada vez que elegimos algo estamos no eligiendo otra cosa, que implica arriesgarnos, que implica un costo. Y aunque decidamos dejar todo al azar, también estamos escogiendo.

En esta condena que se nos sobrepone, muchas veces nos culpamos y creemos que fracasamos, cuando no tenemos en cuenta que tenemos más probabilidades de que no nos salgan las cosas a tener la fantástica suerte, de que sí.

Martín Tetaz, habla un poco de esto en relación a la economía y la neurociencia. En su último libro “Casualmente”, describe como una inmensa cuota de suerte cae sobre todas y cada una de nuestras decisiones.

Lo que todos solemos olvidar es que aprendemos de la experiencia. Tenemos una sola vida, si miramos las cosas estadísticamente nunca estaremos seguros de que sucederá. Si tuviéramos que analizar probabilidades para cada una de nuestras decisiones, no nos alcanzaría el tiempo, pero… ¿cómo vivir si no nos arriesgamos?

Si tuviéramos que decidir acerca del impacto de un producto, un negocio o un emprendimiento en la vida social, los estadistas y economistas, usan lo que se denomina “estudio de mercado”. Éste estudio, como cualquier encuesta, utiliza una muestra. Mientras más amplia sea esa muestra de encuestados, menor será el margen de error. Ahora bien, siempre habrá posibilidades de que el estudio de mercado falle. ¿Y si caemos en ese margen de error significa que fracasamos? No. Todo puede pasar, y ahí es cuando el cliché de que “cosechas lo que siembras”, se aparece ante nosotros como una mentira. Podemos haber hecho todo bien, haber puesto el mejor de nuestros esfuerzos y que aun así salga mal. ¿Cómo se llama esto? Azar.

Mediante un análisis de lo que pasa en nuestro cerebro cuando tomamos decisiones, se pueden distinguir dos grupos[2]. Las decisiones triviales, aquellas que no requieren mucha deliberación ni justificaciones. Éstas decisiones son automáticas, incluso ya hemos elegido antes de ser conscientes de cuál opción hemos tomado. En estas decisiones se encuentran aquellas que tomamos por intuición. ¿Qué es esa intuición? Son conocimientos inconscientes acumulados, que de alguna manera “nos salvan”, nos ayudan a evitar problemas. Vendría a coincidir con la teoría del acopio social del conocimiento, según Berger y Luckmann, donde a lo largo de nuestra vida agrupamos conocimientos de receta que nos dicen cómo actuar en situaciones cotidianas; como andar en bici por ejemplo. Decisiones inconscientes y que se saben, pero imposibles de verbalizar.

El segundo grupo, son las decisiones que nos han desvelado más de una vez, aquellas que requieren un análisis. Ahí es donde encontramos el problema de que no tenemos suficientes experiencias como para estar seguros de nuestro resultado. ¿Cuántas parejas tuviste antes de casarte? ¿Cuántas veces criaste a un bebe antes de tu primer hijo? Básicamente, siguiendo una filosofía oriental lo que nosotros creemos fracasos, son aprendizajes, “a los golpes” pero inevitables y necesarios.

Martín Tetaz para explicar también este tipo de decisiones, cita a Gary Becker[3] quien en un concepto sumamente económico, cuenta que al decidir tenemos costos y beneficios por analizar.

¿Qué relación tiene esto con la neurociencia? De las situaciones de nuestra vida como casarnos, o elegir la carrera universitaria no importa el análisis de costos y beneficios que hagamos en líneas generales, sino la representación mental que nos hacemos de éstos. ¿Cómo nos representamos mentalmente algo que no vivimos todavía?

¿Entonces es un fracaso cambiar de carrera, por ejemplo? No, en el mejor de los casos tendremos la suerte de elegir la que nos guste en un principio, pero ¿cómo podríamos saberlo sino conocíamos la experiencia? No podemos pensar tampoco que es un fracaso cuando ya sabemos que no nos gustó, ya que eso es caer en una cuestión psicológica que es el sesgo de resultados. Al momento de tomar la decisión teníamos otro tipo de información, totalmente distinta a la que tenemos cuando ya sabemos lo que pasó; en el momento de decidir fue la mejor opción.

¿Cuál es el “problema” del azar entonces en nuestras vidas, en nuestras decisiones?

Siempre elaboramos pensamientos previos acerca de las situaciones, de lo que podría llegar a pasar, en base a experiencias pasadas. El azar puede reforzar esos pensamientos, cuando son positivos nos damos la razón (así la hayamos tenido verdaderamente o no) pero cuando son pensamientos negativos, nos convence de que el problema somos nosotros, cuando no es así.

¿Si en vez de culparnos pensáramos en que la suerte no nos acompañó esa vez, pero probablemente sí la próxima?

La solución está en permitirnos pensar que ya vendrán tiempos mejores, en no dejar de arriesgar. Seguir apostando, porque de eso se trata. Podemos también darle un poco de protagonismo al azar, librarnos de las responsabilidades que nos generan las decisiones.

Cuando pensamos que la semana o el mes fueron malos,  es una buena estrategia escribir al menos 3 veces por día como nos sentimos, y veremos que no siempre fue tan mal. ¿Por qué sucede esto? Nuestra mente, por decirlo de alguna manera generaliza. Ve sólo las cosas que confirman la hipótesis que queremos validar. Si pensamos que nos fue mal, veremos sólo las cosas malas, aunque existan buenas.

“Contéstale que sí -le dijo-. Aunque te estés muriendo de miedo, aunque después te arrepientas, porque de todos modos te vas a arrepentir toda la vida si le contestas que no.” Así García Márquez[4], en “El amor en los tiempos del cólera”, nos insta a arriesgarnos. Sea para bien o para mal, vale la pena y de eso se trata vivir.

[1] Filósofo francés.

[2] Distinción realizada por el Premio Nobel en Economía, Daniel Kahneman.

[3] Premio nobel de Economía en 1992.

[4] Periodista y escritor colombiano.

 

Redactora web: Paula Cuheito

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