Una Vez más tenemos una nota de Maru Duró – «Sembrando el futuro» para poder replantearnos la educación que estamos dando hoy, alineada con lo que esperamos.

Diciembre es un mes de balances en todos los ámbitos puesto que es el último mes del año. Las instituciones educativas no sólo no son ajenas a esto sino que, fin de año, es el momento de medir y cuantificar los logros de un colegio a través de la suma de lo que alcanzaron individualmente sus actores: docentes, alumnos y familia.

Este procedimiento de medir y contar triunfos y derrotas de cada batalla puede, en muchos casos, dejar un sabor amargo. Las muchedumbres que se dan cita a fines de diciembre para recuperar materias cuyos objetivos no han sido logrados, las posibles repitencias, los alumnos que abandonaron a pesar de la obligatoriedad y los esfuerzos a pulmón de la inclusión generan, en maestros, profesores y alumnos de todos los niveles a una sensación de fracaso que raya en la amargura y que con el tiempo crece en resentimiento, por la profesión para unos, por la obligación de estudiar para otros.

La frustración y el resentimiento son dos emociones que visitan reiteradamente las salas de docentes y como bien ilustró una vez, en una conversación, Marcelo Diaz, experto en Coaching y PNL de efectobutterfly.com, ha convertido a las escuelas en «Hoteles de Corazones Rotos».

Es que como venimos bregando desde aquí, la docencia tiene más de vocación de servicio que de profesión lucrativa y como tal, muchos de los que se alistan en sus filas lo hacen creyendo firmemente en que pueden cambiar el mundo. Años de políticas educativas dañinas y de pérdida social de prestigio del conocimiento hacen hilachas la ilusión de cambio y el sueño de aportar la propia semilla para una sociedad mejor se convierte en la pesadilla del fracaso asegurado por la implacable elocuencia de los números negativos que arroja una evaluación cuantitativa de la educación argentina actual.

No obstante existen unos pocos, pero los hay, que resisten el oleaje de desesperanza y que golpe tras golpe se levantan y vuelven a planificar cada año objetivos ambiciosos. Son los que miran las estadísticas sin entender el efecto devastador que acarrean porque, para ellos, los resultados de sus trabajos no pueden ser medidos por frios y mezquinos porcentajes.

Este grupo reducido, rebelde,  resiste la degradación a la que se ha llevado a la educación debido a un factor tan fundamental como imposible de medir: la FE. Son profesionales de la enseñanza que saben, no porque se los enseñaron sino porque llevan esa información grabada en las mismas células de sus cuerpos, que los efectos de lo que enseñan, tanto en contenidos como en valores, tardan años, y a veces décadas en verse. Son personas convencidas de que los beneficios de lo que ellos hacen por la comunidad saldrán a luz en el futuro y que ellos no van a verlo y no sienten que tengan que ser testigos de sus propios logros para creer en ellos.

Cada estudiante al que un docente ayuda, aunque no sea alumno suyo, aunque no le paguen ni se lo reconozcan, a estudiar para un exámen simplemente porque siente que es lo correcto; cada vez que nos esmeramos en dar un discurso ante la comunidad educativa y nos dirigimos a ellos, a los chicos,  con pasión;  cada vez que mostramos respeto y afecto por nuestros colegas; pasamos tiempo extra aconsejando a los padres o simplemente escuchándolos, hacemos una diferencia importante que no va a aparecer registrada en el recibo de sueldo, ni en los balances de fin de año, ni en estadísticas sobre calidad educativa, pero que indiscutiblemente será profunda.

Cada gesto de generosidad, les pido que estén seguros de esto, traerá a larga, a futuro, fantásticos resultados, pero es muy probable que quien los generó nunca sea testigo de los mismos.

Tal vez, por una de esas vueltas del destino, al doblar una esquina, en la cola del supermercado o en las infinitas posibilidades de interacción social que permiten hoy las redes sociales se encuentren con un ex alumno o un padre o madre de un ex alumno, y entonces les contarán una anécdota en la cual  tiempo atrás alguien les dijo algo, les llamó la atención, los aconsejó, los escuchó, les habló con pasión o les mostró algo nuevo, les van a decir que en ese momento no entendieron, pero que tiempo después ese gesto germinó en ellos y se convirtió en una oportunidad que les cambió la vida, les van a jurar que el que pronunció esas palabras fue uno de ustedes. Y entonces serán testigos de algo que casi nunca pasa, tendrán una prueba medible, cuantificable y contundente de que hace muchos años atrás, sembraron a futuro y que cambiaron una pequeña alma, tan importante como todas, que habita este mundo.