Áki, el gran Shifu de oriente…

estaba meditando frente al río, sentado en la posición de loto. Su aprendiz, Hoshi, se acercó cabizbajo. Una nube ofuscaba su entrecejo para quien supiera ver.

–Maestro.

–Amado Hoshi, ¿qué puedo hacer por ti?

–¿Estabas meditando, maestro?

–Estaba.

–No quisiera interrumpirte.

–Sin embargo…

–Maestro, algo me preocupa. Quiero aquietar mi mente, maniatar mis sentidos y emociones, estar en paz, sin movimiento. Ese es el camino a la iluminación, por lo que entiendo. Pero lo encuentro imposible y me frustro.

–¿Quieres alcanzar la quietud del agua o la de la tierra?

–¿Hay alguna diferencia?

–Sin dudas. En el agua que no se mueve, florece la muerte. Mientras que de la tierra quieta surgen las raíces y frutos que nos alimentan. ¿De qué sirve moverse o estar inmóvil si no sabemos el motivo?

–Me temo que nunca podré juzgar la diferencia.

–No es difícil. ¿Haz visto a alguien durmiendo sobre el fuego?

–Nunca.

–Pues yo tampoco, por muy frío que sople el viento. Con sentir basta, para saber si debemos alejarnos de la brisa helada o detenernos para no quemarnos.

–Entiendo, debo regirme por mis sentidos.

–Debes ser sensato, ante todo. ¿Cuál es la mejor ruta para llegar a nuestro destino?

–La más directa, maestro.

–Entonces, si asomado a un precipicio vieras tu casa allí abajo, ¿saltarías de lo alto para alcanzarla?

–No.

–Bien.

–Maestro, ¿Qué importa más, el corazón o la mente?

–Respóndeme tú, ¿qué es más importante para un capitán, la brújula o el timón?

–¿Ambos?

Áki sonrió. Frente a ellos, maestro y aprendiz, el río cambiaba de color. En el cielo las nubes perdían su forma, y sobre el agua no caía dos veces la misma cantidad de luz. El Shifu entrecerró sus ojos para retomar la meditación, pero Hoshi seguía insatisfecho.

–Maestro.

–Amado Hoshi, nuevamente quisieras no interrumpirme.

–Es cierto.

–Aunque estás por hacerlo.

–Lo siento. –respondió y agregó– Maestro, si la verdad es bloqueada por un ejército de ignorantes, ¿se puede culpar a quien no la alcanza?

Áki suspiró. El río había tomado un tinte oscuro.

–Hoshi –le dijo señalando al cielo– ¿podrías, con un rayo que traspase estas nubes pasajeras, imaginar al sol?

–Sí, maestro.

–¿Podrías tomar una semilla y ver un árbol?

–Sí, maestro.

–¿Podrías reconocerte en uno de tus cabellos?

–Sí.

–Entonces no temas. La verdad no puede ser bloqueada, nunca, para el que imagine.

–Pero, maestro, hablas de imaginación. ¿No conviene mantener la mente en el ahora, en lo real?

–Un halcón no piensa “¿me conviene tener alas?” las usa, las ama. Tu inteligencia puede deslizarse por el tiempo, ¿qué te hace creer que no debería? Déjala que vaya al pasado, pero no para sentir culpa, sino para aprender de los errores. Permítele volar al futuro, no para sentir miedo y ansiedad, sino para imaginar lo nuevo.

–Entonces la mente, impera sobre el corazón. No puedes negarlo.

Áki volvió a suspirar, con una sonrisa.

 

–Hubo una vez un río, diez veces más ancho que este. Dos ciudades magníficas se erguían a cada orilla. En el margen izquierdo vivían guerreros, hombres de ciencia y estadistas. Contaban su comida, su oro y a sus ciudadanos, nunca dejaban de pelear ni de pensar, ni siquiera dormían. Del otro lado del río, vivían poetas, músicos y religiosos. Dedicaban el día entero a la contemplación del infinito, loando a la creación e imaginando combinaciones interminables de colores y sonidos. Pasado un tiempo, estalló una terrible guerra en el lado izquierdo. Los estadistas querían eliminar a los guerreros, porque consumían demasiado alimento; los guerreros querían asesinar a los hombres de ciencia porque los aburrían; y los hombres de ciencia querían eliminar a todos, porque los sentían inferiores. Ninguno podía ver más allá de si mismo y mucho menos verse reflejado en el otro. Pero lo que sucedía del otro lado del río era igual de malo. No pasó mucho antes de que comenzaran a morir de hambre y frío. Los poetas escribían hermosas loas al sol, pero eran incapaces de construir un simple techo. Los músicos componían las más complejas sinfonías pero no sabían cuando plantar una semilla de trigo; y los religiosos prometían a todos el cielo mientras esperaban mansos la muerte. Por suerte, llegó el día en que una mujer del lado derecho se lanzó al agua, intuyendo que algo se ocultaba del otro lado. Fue grande su sorpresa al encontrarse con una balsa y dentro de ella a un hombre de la otra ciudad, quien tras largos cálculos, había llegado a la misma conclusión. Estrecharon sus manos y, sin notarlo, hicieron el amor. Este encuentro dio como fruto a un niño, más bien un hombre, que construyó el más bello de los puentes y unió a las dos ciudades. Cada ciudad instruyó a la otra y dejaron de ser dos para ser una. No ha existido, desde entonces, pueblo más próspero.

 

Hoshi permaneció en silencio, sólo el río hablaba.

–¿Comprendes lo que digo, amado Hoshi?

–Supongo que sí, maestro.

–Bien, entonces continúa tus suposiciones más allá y en silencio.

El aprendiz se retiró y finalmente, Áki, retomó la meditación sonriendo.