¿Qué define a un buen orador? ¿Para qué y cómo hablamos? ¿Cuál es la mejor manera de manejar las emociones? ¿Cualquiera puede superar sus miedos y hablar en público?

Según la Real Academia Española, la oratoria es la habilidad de hablar con elocuencia, de deleitar, convencer y conmover por medio de la palabra. En un sentido más amplio, también se aplica a todos los procesos retóricos destinados a persuadir a un oyente: desde un discurso de entretenimiento o meramente informativo, hasta aquellos que se proponen un efecto motivacional sobre el público. Pero lo cierto es que, además de estas finalidades, existen otras instancias más cotidianas en las que la necesidad de una buena oratoria se vuelve imprescindible.

La palabra hablada es la herramienta que más utilizamos para comunicarnos, ya que de ella depende gran parte de las relaciones sociales y profesionales que establecemos diariamente. Lo que decimos nos define y al mismo tiempo proyecta una imagen sobre el otro: delimita nuestros intereses y opiniones, refleja nuestras emociones y construye un perfil más o menos preciso de lo que somos. A través de las palabras podemos generar empatía o distancia, confianza o incertidumbre, esparcimiento o tensión; aún más: la habilidad verbal puede influir sobre nuestro desempeño laboral y sobre la relación con nuestros compañeros de trabajo.

Por estos motivos, trabajar la comunicación de manera eficaz resulta necesario. Sea cuál sea el tipo de discurso, el contexto en el que se exhibirá o el público que lo recibirá, existen ciertos puntos en común para todos ellos. Se trata, en definitiva, de controlar las propias emociones y encausarlas en un discurso que nos represente, nos fortalezca y nos haga crecer.

 

Para qué y cómo hablamos

“El que sabe pensar pero no sabe expresar lo que piensa, está en el mismo nivel del que no sabe pensar”. Esta frase, perteneciente al filósofo ateniense Pericles en el año 450 a. C, mantiene la misma vigencia hoy día. Una idea es tan importante como su expresión, y entre una y otra, existe un largo camino: la oratoria requiere de entrenamiento y educación. Es importante recordar que el hombre es el único ser viviente que habla y que la palabra –todo su lenguaje– es su instrumento más representativo.

Si bien no existen fórmulas únicas que tengan la misma efectividad para todas las personas, el aprendizaje de una buena oratoria se fundamenta –desde su origen– sobre algunos puntos invariables. Y el primero es la razón de nuestro discurso: para qué hablamos. En el estudio de la oratoria se suelen marcar cuatro fines:

  1. Persuadir: convencer de que nuestras opiniones e ideas son las correctas y mover a la acción de acuerdo a ellas.
  2. Enseñar: transmitir una serie de conocimientos específicos.
  3. Conmover: provocar sentimientos, pasiones y emociones determinadas.
  4. Agradar: generar una sensación de placer.

Presentarse en una entrevista laboral, exponer un proyecto, incluso expresar nuestros sentimientos en la intimidad: cada uno de estos discursos busca, en mayor o menor medida, persuadir, enseñar, conmover o agradar. Encontrar la principal motivación que nos lleva a hablar es también encontrar aquello que nos define: una vez establecido este punto, lo que sigue es establecer el cómo, el modo en que lo haremos.

En este sentido, existen algunas pautas mecánicas que todo comunicador debe poseer. Por un lado están las cualidades intelectuales, relacionadas con la facultad de comprender y razonar (memoria, imaginación, sensibilidad e iniciativa); por otro, están las cualidades físicas, que tienen que ver con la imagen que proyectamos con nuestro cuerpo. Recordar nombres, combinar ideas y sentir lo que hablamos es tan importante como el tono de la voz, la fluidez y el ritmo de las palabras, los movimientos de las manos y la expresión de la cara: son recursos que lo hacen a uno singular y le aportan al discurso una característica personal.

Lo más importante es comprender que estas cualidades son innatas en todas las personas, así como su capacidad para el lenguaje. Lo que está en juego en la oratoria es el desarrollo de las mismas, el entrenamiento de estos mecanismos que permiten una comunicación eficaz; si bien existen distintas predisposiciones a la expresión oral, no significa que unos sean mejores que otros: significa que están más decididos.

 Dónde guardar las emociones

Un obstáculo que se presenta siempre, sin importar cuál sea el contexto y la persona que emplea el discurso, son las emociones. ¿Cómo manejar los nervios, los miedos? Una creencia común es que las emociones deben ocultarse para que no interfieran en el mensaje; pero, aunque es necesario saber controlar lo que sentimos, también es importante aprender  a aprovecharlo para que nuestro discurso gane expresividad.

Los grandes oradores poseen una inteligencia que supone el manejo de distintas habilidades emocionales: la conciencia de sí mismo, la autorregulación, la motivación y la empatía. Saber qué emociones se experimentan y por qué, percibir la relación entre lo que se siente y lo que se dice, no perder la concentración en momentos de presión y mostrarse seguro de uno mismo, son algunas de las características que reflejan esta inteligencia.

Hay que tener en cuenta que de las emociones dependen la fluidez de nuestro discurso y la posibilidad de conectarse con el interlocutor de manera exitosa. Todo discurso es, en esencia, un “viaje emocional” desde un estado inicial hasta un estado final. Por este motivo todo orador, además de saber manejar sus propias emociones, debe conocer el estado inicial de su interlocutor para poder conducirlo hacia el estado final que pretende generar. De esta interpretación surge el lenguaje, los gestos y hasta el propio contenido que se tendrá el discurso.

Transformarse con la palabra

Pero detrás de todas estas herramientas, existe un interrogante que es más difícil de responder: ¿quiénes somos? Si bien suele pensarse que la principal dificultad de construir un discurso es darle la forma correcta y superar las emociones, se deja de lado el costado personal, la propia identidad que se proyecta en cada palabra y gesto que empleamos.

Ariel Goldvarg cuenta con más de nueve años de entrenamiento de speakers en diferentes tipos de instancias orales. Su “Oratoria Consciente” es un modelo que integra su trabajo como coach, comunicador y locutor, y que se centra sobre la singularidad de cada orador: “Cómo, a través de la oratoria, nos transformamos como personas y cómo logramos dejar nuestra huella digital de quiénes somos en cada presentación”.

La particularidad de su modelo radica en que, en vez de trabajar con la oratoria como un instrumento de difusión o comunicación, lo trabaja como un proceso de construcción. Se trata de recrear, a través de la palabra, un vínculo y una interacción con la persona que está del otro lado: no tanto por lo que se dice, sino por lo que sucede en la experiencia de decirlo. “Va más allá de cómo pongo la voz o cómo articulo las palabras: es un ejercicio de construcción conjunta, como una danza en donde se crea en conjunto con el otro”.

El término “Oratoria Consciente” se refiere a la capacidad de registro: a partir de lo que uno puede registrar, se abre un espacio de construcción con el otro. Y uno de los recursos con los que más trabaja es el “storytelling”, es decir la manera en que se construye el discurso para generar atención y curiosidad, impregnarle una mirada singular sobre lo que se está contando y proyectar la propia identidad.

Se trata de una exploración de uno mismo, del mensaje que se quiere transmitir y del espacio de conexión con el otro. La idea es que a partir de un contenido, una forma y un contexto, se pueda llegar al núcleo: al “yo”. Es un proceso en el que el orador se vuelve consciente de su propia identidad, consigue verse reflejado y, finalmente, logra crecer y transformarse. En definitiva, de eso se trata el camino del orador.

 

Fernando Segal – Redactor Web Profesional

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